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La ingratitud en la humanidad.

Por Jorge E. Lara de la Fraga.

ESPACIO CIUDADANO.

“Cuando el benefactor está en la cima recibe lisonjas,

a su caída recoge la indiferencia”.

En el contexto de las pasadas campañas político electorales, donde menudearon los golpes, las zancadillas, las traiciones, las ofensas, las mentiras y las bajas pasiones de los seres humanos en contienda, me voy a referir en este espacio a la ingratitud, a esa actitud deleznable que se observa en todos los escenarios y en las personas de disímbolas condiciones económicas, sociales y culturales, sin importar género, grupo étnico o posición jerárquica. Pareciera que la ingratitud humana no tiene fronteras y que de ingratos está saturado el mundo. Al respecto se manifiesta que este antivalor, en términos generales, es la inclinación del individuo de negarse a reconocer favores o atenciones recibidas de otras personas. Quienes pretenden justificarla aseveran que es un problema de comunicación más que de sentimiento. El clásico Francisco de Quevedo, asentaba: “Quien recibe lo que no merece pocas veces lo agradece”.

Los estudiosos del tópico expresan que la ingratitud suele ser una distorsión del carácter, una “falsa superioridad” y que hay que prepararse para la no reciprocidad del prójimo; no esperar respuesta positiva a un favor otorgado, sino poner respetable distancia con esos “elementos atendidos”. De ser posible, seguir procediendo con afán de servicio y filantropía, pero sin esperar recompensa alguna, salvo la satisfacción personal del deber cumplido. Al interior de los hogares se escenifican abominables comportamientos, cuando hijos o nietos lesionan profundamente a los seres que se han caracterizado por su generosidad y nobleza de espíritu. Así hemos testificado en varias épocas cómo las infelices madres o abuelas, padres y abuelos son abandonados a su suerte por los desnaturalizados descendientes, a pesar de los recursos y sacrificios múltiples proporcionados por los mayores a sus consanguíneos durante su desarrollo.

Adiciono que la ingratitud es índice de soberbia y egoísmo; el ingrato ignora o pretende ignorar el bien que le hacen los demás, es perverso e innoble, le es muy difícil y complicado reconocer los méritos ajenos. Los favores que obtiene lejos de inspirarle reconocimiento le inspiran rencor, por ello reiterando algo del párrafo anterior es preferible, metafóricamente hablando, ofrecer la rosa del afecto y huir que esperar la espina virulenta del beneficiado; personas atendidas se transforman extrañamente en adversarios o enemigos ocultos de los mecenas. No anda muy errado quien preconiza que la ingratitud es hija de la soberbia y prima del egoísmo y de la envidia. En lo particular me atrevo a decir que la amistad se entrelaza con la gratitud, entre dos personas la gratitud recíproca fortalece los lazos de unión y fraternidad; la amistad y la gratitud propician alegría y bienestar entre los individuos. El controvertido pastor protestante Martín Lutero afirmaba en su tiempo Tengo tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Cuando muerden dejan una profunda herida” y el gran Víctor Hugo, autor de Los Miserables, apuntaba: “¿Qué es un envidioso?, es un ingrato que detesta la luz que le alumbra y que le calienta…”

Existe una película argentina, de los años 40, que está basada en la novela de María José Dupré y se refiere al tema del presente comentario. Esa cinta denominada “Éramos seis” es la dramática historia de una madre sacrificada y golpeada por la más persistente adversidad. Se matrimonia con un hombre desobligado que tiene a la familia postrada en la miseria. Para colmo, esos infantes que fueron la alegría del hogar en medio de las privaciones materiales y económicas, se comportan ya de grandes, a excepción del hijo menor, en seres malagradecidos que se alejan de la progenitora y del ámbito hogareño. Para no dejar un mal sabor de boca y de pesimismo a los lectores bien se puede decir, en sentido diferente, que la gratitud enaltece a los seres humanos, que tal proceder destruye la negatividad y disipa el dolor; que transforma las situaciones de tristeza en alegría, que embarga de gozo y exalta, que tiende caminos y también abre puertas. Que la gratitud se practica desde el interior hacia afuera, en cada palabra, gesto y actitud; que todo fluye armónicamente cuando somos agradecidos.

Habrá que estar muy alertas con nuestro comportamiento, pues a lo largo de nuestro sinuoso camino existencial corremos el riesgo de proceder con egoísmo, vanidad y posiblemente con una buena dosis de malquerencia hacia los demás. Por cierto, al final de la reciente contienda política-social se harán presentes, ni duda cabe, las cortesanías hacia los victoriosos y surgirán el olvido y el desdén para los caídos.

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Atentamente

Profr. Jorge E. Lara de la Fraga