Espacio ciudadano
“Lo que realmente da forma a nuestra vida es el significado que damos a las cosas…” T. Robbins.
Nací optimista, para nada amargado, el 22 de abril en la localidad de Huatusco, Ver, en el marco de una de una primavera resplandeciente y bajo el respaldo afectivo de mis padres, de Guillermina de la Fraga y de Julio Lara. Puedo aseverar que fui concebido en medio de una atmósfera romántica, con melodías mexicanas de la autoría sublime de María Greever, Esparza Oteo, Palmerín, Joaquín Pardavé, Agustín Lara, Guty Cárdenas y de otras luminarias, así como con orquestas musicales de renombre que, entre otras cosas, interpretaban los ritmos en boga del danzón, el mambo y el chachachá. Después de un servidor arribaron a mi familia mis inquietos 8 hermanos, para conformar un contingente que representó un gran reto para mis progenitores en lo concerniente a la satisfacción de sus necesidades básicas y a su formación.
En ese terruño de los cerros azules y de las colinas de la esperanza cursé mis estudios primarios en el plantel “Adolfo Ruiz Cortines”, cuando en el país gobernaban Miguel Alemán Valdés y después Adolfo Ruiz Cortines; en ese lapso de 1950 a 1955 tuve la fortuna de conocer a buenos profesores que me encauzaron a desenvolverme y aprovechar mis fortalezas, tales docentes los enlisto a continuación: Paz Ruiz de Dominguez, Jesús Huber A., Bruno Noguel, Baldomero R. Mota, Manuel Sedas R., Nemesio Cano y Fernando Domínguez P. Dos de ellos y mi madre me animaron, una vez superada la formación inicial, a que presentara el examen de admisión en la Escuela Secundaria Federal Orizabeña (ESFO) para acceder a una beca muy valiosa, toda vez que con ello los aspirantes seleccionados tenían derecho a los estudios del nivel medio básico, al hospedaje y a la comida, a vestimenta premilitar, así como a una percepción económica mensual denominada PRE. Así que ya con el certificado del nivel primario y con documentos adicionales señalados en la convocatoria, me presenté para esa prueba selectiva con cierta preocupación y angustia de por medio. De un total de más de 300 adolescentes “que tocamos” las puertas del colegio aludido, sólo 80 fuimos los favorecidos.
Antes de referirme a lo más importante que me aconteció en esa localidad de “las aguas alegres” y de las industrias, les comento que desde los 10 años de edad tuve que laborar para auxiliar a mis padres en razón de que era el mayor de la prole numerosa. Por las tardes y los fines de semana me desempeñé como ayudante en la tienda de mi abuelo Ernesto, bajo la guía de mi tía Cecilia. Después a los 12 y 13 años, antes de incorporarme a la secundaria, trabajé en una tienda de abarrotes con una persona que verdaderamente explotaba a sus colaboradores y les pagaba poco. Si bien también fui víctima de su comportamiento abusivo me gané en parte su voluntad porque cuadyuvé en el registro y control de los ingresos-egresos de su negociación, asimilando que nada es fácil en los terrenos de los hechos y que es muy importante la organización y el pertinente manejo de los recursos materiales y económicos.
Durante tres años, de 1956 a 1958, cursé los estudios de nivel medio básico en la ciudad de Orizaba como becario interno del plantel para hijos de trabajadores puesto en vigencia durante la administración del Presidente Lázaro Cárdenas en 1937. Ahí, a partir de mis 13 primaveras de existencia, tuve que cumplir con las normas establecidas por las autoridades del colegio, desde la asistencia puntual a las sesiones de clase bajo la guía de los ameritados maestros Jorge Gjumlich G., Rogerio Fentanes L., Manuel Mtz. Huesca, Aída Ángel y Antonio Gallardo Méndez, el cumplimiento en las tareas asignadas por los docentes, así como la participación en la actividad de los talleres (carpintería, hojalatería, electricidad, soldadura) y el desempeño en labores artísticas y deportivas, sin dejar de mencionar que los alumnos teníamos también el compromiso de llevar a efecto labores de limpieza e higiene en los baños y dormitorios destinados a los becarios, lo cual se superaba mediante un cronograma preciso y en horarios que no perjudicaban la formación integral de los adolescentes. A ritmo marcial, con el corneta de órdenes entonando “levante”, se iniciaba la jornada en ese recinto para después de las acciones aeróbicas matutinas y del aseo personal, se accedía a los comedores para desayunar alimentos sanos. De las 8 de la mañana a las 13 o 14 horas eran las sesiones académicas; la comida sustanciosa se servía de las 14 a las 15 horas. El turno vespertino (de las 16 horas en adelante) se aprovechaba para la atención de las actividades tecnológicas y las de carácter físico-artístico. Después de las 18 horas era el periodo de descanso-estudio, finalizando con la cena.
A las 10 de la noche se tocaba “silencio” y todos los estudiantes tenían que estar en su respectivo dormitorio para descansar a plenitud a fin de repetir la rutina laboral-escolar reseñada en el párrafo anterior. Puedo decir sin temor a equivocarme que ese centro educativo me ayudó mucho en mi desenvolvimiento; arribé como un niño inseguro, introvertido, temeroso, tres años después era un joven comunicativo, seguro de mis actos y mejor pertrechado en lo físico-anímico para superar obstáculos y acometer proyectos de superación personal. Muchos de los condiscípulos esforeanos seguimos a la fecha cultivando lazos de fraternidad, pues en esa etapa significativa de la adolescencia éramos todos hermanos, tanto en los momentos agradables como en las circunstancias difíciles o emergentes (el sismo de 1957 en la Pluviosilla, las enfermedades y accidentes, así como el caso de un conato de incendio en las inmediaciones del plantel).
ATENTAMENTE.
PROFR. JORGE LARA DE LA FRAGA