24 de enero 2025
Primera Parte: Como una flor de mármol que emergió de las entrañas de la tierra mexicana, el Palacio de Bellas Artes abrió sus pétalos al mundo aquella mañana del 24 de enero de 1934. El edificio, cual guardián de cristal y piedra, se alzaba majestuoso sobre las cicatrices del antiguo Teatro Nacional, como un fénix art déco que renació de los cimientos porfirianos. Sus cúpulas, semejantes a lágrimas de oro congeladas en el tiempo, reflejaban el sol naciente mientras la Ciudad de México despertaba a una nueva era cultural.
El presidente Abelardo L. Rodríguez, como un maestro de ceremonias del destino, cortó el listón que separaba dos épocas: la del sueño y la de la realidad tangible. El arquitecto Federico Mariscal, cual alquimista moderno, había logrado transmutar los planos originales de Adamo Boari en una realidad que trascendía el mero concepto de edificio. Las escalinatas de mármol, serpenteantes como ríos de luna petrificada, guiaban a los invitados hacia un interior donde el tiempo parecía suspendido en un abrazo entre el pasado y el futuro.
Segunda Parte: Los murales, aún frescos en sus muros, respiraban como seres vivos, contando historias en un lenguaje de pigmentos y pasión. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco habían vertido el alma de México en aquellos lienzos verticales, transformando las paredes en ventanas hacia el espíritu de una nación. El telón de cristal Tiffany, como un velo de ensueño, prometía proteger los futuros secretos del escenario, sus cristales multicolores tejiendo historias aún no contadas.
La sala principal, cual catedral secular, acogió en su primer respiro los acordes de la Orquesta Sinfónica Nacional. Las notas musicales danzaron entre las molduras art déco, acariciando los relieves y elevándose hacia la cúpula como plegarias sonoras. En los palcos, la élite cultural mexicana era testigo del nacimiento de lo que sería el corazón artístico de la nación. El Palacio de Bellas Artes no era simplemente un edificio más en el paisaje urbano; se había convertido en un símbolo viviente del renacimiento cultural mexicano, un puente entre el México revolucionario y el México moderno, una promesa de eternidad esculpida en mármol y acero, donde el arte y la identidad nacional encontrarían su hogar permanente.