Columnistas

El padre ausente

Por Miguel Valera

RELATOS DOMINICALES

Toda mi vida he buscado el padre que nunca tuve, me dijo Samuel, esa tarde lluviosa luego de encontrar refugio en un bar de Ruiz Cortines. El único recuerdo que tengo es el de un bulto tirado en la calle, con olor a miados, olisqueado por perros callejeros. —Es tu padre, me dijo mi madre, apretándome fuerte; pero no lo voltees a ver, añadió, es una desgracia. Me apretó tan fuerte ese día que aún siento en mis brazos sus uñas enterradas.

Mi madre hizo todo lo que pudo por mí, pero no fue suficiente —añadió, mientras empinábamos la oscura cerveza— porque llevo aquí, me señaló el pecho, un hueco hondo, profundo, que he querido llenar, sin poder, toda mi vida. No digas nada, me detuvo, antes de que soltara palabra condescendiente o de compasión. Creo, añadió, como si leyera una frase de Pedro Páramo, que el olvido en que nos tuvo, salió muy caro.

De niño me desperté muchas veces escuchando gritar a mi madre. Ella lo intentó. No sé si él lo intentaría. Trataron de llevar una vida, pero lo poco que recuerdo era un infierno o no sé, quizá el infierno sea un mejor lugar que eso que viví. Era en efecto, recordando la voz de mi madre en esa escena callejera, una desgracia. Algunas veces pensé en lo que él podría haber vivido. Seguramente cargaba alguna desgracia, porque sólo así se entiende su deseo de querer evadir la realidad.

Crecí ansioso e inseguro, me arrojó de frente, mientras pedíamos ya la cuarta ronda. No creas que estoy en terapia, insistió sonriente, ante mi mirada inquisitiva. Creo que su ausencia me generó esta personalidad con la que he batallado toda mi vida, pero sabes qué, con el paso del tiempo, con la seguridad que me dieron mi madre y mi abuela, salí adelante. Tenía un miedo constante, permanente, a ser abandonado, pero el darme cuenta que era diferente, me dio seguridad.

He sufrido también con eso, me dijo, pero ya lo he superado. Me encontré a mi mismo, supe que era diferente y he luchado por conquistar mi propia identidad. Yo ya sabía que era gay y él sabía que lo sabía, pero curiosamente nunca lo conversábamos. “Sabes que te quiero, Samuel”, le dije, como para refrendarle que para mi su persona, su ser, su amistad era lo que me interesaba, más allá de condiciones o decisiones de sexualidad. 

Me sonrió. Sabedor de la gran batalla que había librado por la ausencia de su padre, estaba completamente seguro que saldría adelante con esta batalla de inclusión en un mundo que aún tiene escozor por quienes son diferentes. En mi mente, mientras pedíamos la cuenta, recordé ese parrafito de Juan Rulfo en Pedro Páramo, cuando la madre manda a su hijo a Comala, en busca del padre ausente: “-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.

Yo sabía que a Samuel eso no le interesaba, porque había encontrado dentro de sí la libertad que te empodera, la libertad que te permite ser tú mismo, la auténtica libertad que te permite ir con la frente en alto por el mundo, más allá de tu pasado y el peso de tu historia.