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México, democracia en vilo

Por Alfredo Bielma Villanueva

¿Realmente, avanzamos o retrocedemos democráticamente en México? La pregunta implica que hayamos conseguido alcanzar una etapa de madurez ciudadana y ya somos capaces de discernir con plena conciencia el camino adecuado en cada relevo gubernamental. Al igual que Jack, el tenebroso inglés del cuento, vamos por partes. Después de derrocar la dictadura porfirista, México estructuró su futuro político como nación en base a un nuevo texto fundamental que prescribió la formación de una república democrática, representativa y popular, cuyas estructuras gubernamentales se renuevan cada tres o seis años, según el cargo de elección popular. La reelección presidencial fue proscrita desde 1917 y la de legisladores hasta 1932. El periodo presidencial se amplió de cuatro a seis años a partir de 1928, aunque en la elección de ese año ya se había reformado la Constitución dando lugar a la reelección del presidente cuyo dramático colofón fue la muerte del candidato electo, Álvaro Obregón. De ese periodo aciago surgió un Maximato, expresado en un poder tras del trono, es decir el presidente no mandaba sin la instrucción del Jefe Máximo, don Plutarco Elías Calles, quien con ese magnífico poder dispuso que el candidato presidencial para el periodo 1934-1940 fuera el general Cárdenas, esa decisión llevaba inherente su deseo de seguir manejando los hilos del poder a través del presidente de la república. Afortunadamente le falló el tiro y don Lázaro tomó el toro por los cuernos al expulsar del país a Calles y dando de baja a gobernadores no merecedores de su confianza. Con esa determinación inició la etapa de las instituciones, dejando atrás la de los “hombres fuertes”.

Pero con el presidente Cárdenas surgió una nueva patología política: el corporativismo, es decir, la síntesis del poder en unos cuantos “representantes” de todos. Y con ese molde creció nuestra democracia: el presidente decidía y controlaba todo en política, el PRI fue el eje a través del cual cada seis años se configuraba una alternancia de grupos políticos. La candidatura a la presidencia de la república, a los gobiernos estatales, senadurías y diputaciones federales eran del ámbito federal, las alcaldías y diputados locales, del gobernador. Férreo control, sin duda, redondeado con el monopolio de la organización y calificación de las elecciones a través de la Comisión Federal Electoral y sus similares estatales. Tal fue nuestra democracia, tímidamente avanzada cuando los “diputados de partidos”, en 1963; inamovible hasta la reforma electoral de 1977 cuando por el principio de representación proporcional arribaron al Poder Legislativo elementos de las diversas expresiones ideológicas del momento. Pero fue en la década de los años noventa cuando se escenificó el mayor impulso para el avance democrático: creación del INE y del Tribunal Electoral, credencial de elector con fotografía, padrón electoral y, principalmente, el gobierno fuera de la organización de las elecciones. De allí a la alternancia en el año 2000 fue solo un brinco, el gran salto de nuestra democracia porque finalizó la hegemonía del partido único y el imperio del dedo presidencial en la sucesión sexenal.

En 2012 el PRI regresó al poder, apenas matizado por las circunstancias pero no inoculado contra la tentación del control presidencial en la designación del candidato oficial. Una breve Restauración, porque, con el apoyo del descontento social, irrumpió una tendencia política oferente de un cambio radical, ahora el pueblo decidiría, nada sin el pueblo. Pero, ¡Oh decepción! Lo que estamos observando parece una viva reminiscencia del pasado: el presidente decide la candidatura presidencial de su partido, peor aún porque ahora interviene propagandísticamente a favor de su partido y acude a los recursos institucionales en respaldo a su proyecto, etc. Eso trae un buqué muy añejo de significativo retroceso que, puesto en contraste con las circunstancias vigentes, pudiera desatar preocupantes tormentas sociales, algo parecido a lo que ocurre cuando se vacía en odre nuevo un vino añejo. ¡Cuidado!