La sociedad civil ha debido organizarse para ir haciendo lo que el Estado ha dejado de atender. Ha sido un proceso que ha tomado tiempo, pero que ha acelerado el paso luego de la mitad del siglo pasado y muy especialmente en los años que van del milenio actual.
Los gobiernos se achican y la sociedad se agranda. Así funciona en las democracias participativas que han entendido que la articulación de sus integrantes para su involucramiento activo en causas específicas es un factor indispensable para su fortalecimiento.
Por increíble que parezca, hay quienes todavía hoy piensan que cuando hablamos de gobernanza, solo nos referimos a las naciones europeas más avanzadas, o a esos países lejanos de los que sabemos que son referente global, pero que no se parecen a nuestra región y a nuestro país y –claro– muy poco tienen que ver con el terruño querido. Pero no es así.
Que la ciudadanía se organice es ya la única salida posible a gobiernos cada vez menos eficientes, menos sensibles a los sentires reales de la población no estratégica y menos ocupados por lo que sucederá más allá de su corto período en que estarán con el poder en la mano, que usan para enriquecerse y no para resolver.
Este afianzamiento del llamado tercer sector ha venido de la mano de otro fenómeno: el de la pérdida de credibilidad en la clase política.
Desde hace más de una década en todos los indicadores de medición de confianza que se realizan tanto en el plano internacional como latinoamericano y desde luego mexicano, a la pregunta de ¿usted de quién desconfía más?, en los primeros lugares están invariablemente quienes integran la clase política, comenzando por los diputados (así, en genérico) e incluyendo gradualmente a todos los cargos públicos. Y en buena medida, esa pérdida de confianza en quienes nos representan y nos gobiernan es la razón que ha motivado el viraje de democracias consolidadas a gobiernos autoritarios que comienzan a teñir de rojo el mapa mundial y el de la América nuestra.
En México –hay que decirlo– los nuevos gobernantes llegaron sí y solo sí debido al hartazgo que causaron la corrupción, la distancia entre quienes gobiernan y sus gobernados y la burbuja que encerró a la élite gobernante, generando un malestar generalizado entre una población que expresó su rechazo con un voto no razonado, pero sí muy sentido.
Lo verdaderamente increíble es que al día de hoy –a meses de que se declare formalmente iniciado el proceso electoral más grande de la historia del país–, la clase política opositora parece aún no haberse dado cuenta que “su estilo personal de gobernar” les llevó al fracaso y les distanció de la ciudadanía que representaban y que cada vez representan menos.
En lo que eso sucedía, la sociedad civil hemos estado pegando los trozos del desastre, generando el contrapeso que ninguna oposición representa y enfrentándonos con el sistema por todo lo que nos está siendo arrebatado: recursos, instituciones, programas de atención, derechos y un largo etcétera.
A la sociedad civil no nos pagan. Abrazamos causas que son motor de vida, nos entregamos a ellas, nos profesionalizamos por ellas, pero no para lucrar con ellas. Mucho de nuestro trabajo lo hacemos con nuestros propios recursos o con recursos muy limitados y la falta de dinero no ha impedido que las madres caven fosas para buscar los restos de sus hijos e hijas; que se acuerpen para seguir los procesos legales por el divorcio o la custodia; que salgamos a buscar a nuestras desaparecidas o nos multipliquemos por miles hasta encontrarlas vivas, aun sabiendo que lo más seguro en este país feminicida es que aparezcan muertas.
La precariedad de la sociedad civil es el común denominador que no disminuye el deseo de aportar, de sumar para multiplicar, de salir, de estar, de acompañar.
El activismo es en sí mismo una acción política que genera incidencia. Pero claro, las activistas no tienen ni los salarios ni los beneficios de quienes hacen política desde las instituciones y desde los partidos.
Cada vez es más frecuente que –en busca de la legitimidad que no tienen– integrantes de la clase política se vinculen con activistas que a su vez buscan alianzas para sacar adelante proyectos, iniciativas, políticas públicas que saben –porque lo viven– lo necesarias que son. Pero ésa es una alianza necesaria a la que aún muchas se resisten, pues saben que el mayor de los riesgos es ser utilizadas.
Lamentablemente eso lo vemos seguido. Y el activismo se resiente porque entre oposicionistas no hay articulación más allá de lo inmediato, ni compromiso con la causa ni autenticidad en la vinculación; pero con los gobiernistas tampoco hay camino que lleve a alguna parte, porque nos ven con tanto recelo que acaban espiándonos, bloqueándonos, violentándonos porque para ellos no estar de su lado, es estar en su contra.
Ambos bandos –sobre todo el primero– no acaba de tener claro que la única opción que existe para que sus intereses tengan un mañana, es salir de sus cerrados círculos y burbujas y construir puentes sólidos con la sociedad civil, que es en la que la ciudadanía confía.
Pareciera sencillo, pero no lo es. Implica dejar de pensar en pirámides en donde se miran así mismos en lo más alto de la cúpula y reconstruir procesos horizontales, colectivos, compartidos, de reconocimiento mutuo y –vale la pena decirlo– de ego más limitado.
Hay que ver más a actores y actoras políticos ensuciarse los pies, sentarse en el piso, bajarse de los presídiums, dialogar sin “likes” a cambio, participar en el más auténtico de los sentidos.
En estos 20 años de ebullición del activismo de la sociedad civil, la política se ha transformado, aunque haya quienes todavía no se dan cuenta de ello.
Ya las urnas se los demostrarán.
Académica e investigadora, consultora política y activista.