Prosa aprisa
Ya me imaginaba –varios años, en mis inicios como reportero, cubriendo la fuente policíaca, tantos años trabajando dentro del gobierno, muchos años observando desde fuera, tantas relaciones hechas en el camino, incluso con policías– que algo no andaba bien con los retenes de alcoholimetría en Xalapa, pero no me imaginé que el problema fuera más grave de lo que comenté ayer en este espacio.
Decenas de quejas de víctimas que inundaron mis chats y mis correos, así como llamadas telefónicas para darme detalles, me confirmaron lo que denuncié: que policías estatales están asaltando a mansalva todos los fines de semana a la inerme población xalapeña, con cualquier pretexto.
El comentario de un honesto policía xalapeño, buen ciudadano, jefe de familia, me alertó: jefe, la mera verdad, muchos no lo queremos hacer, pero la orden es terminante: detengan al mayor número de personas que puedan, a su libre albedrío, y reúnan y traigan la mayor cantidad de dinero que se pueda.
Reparé entonces. ¿Por qué? ¿A qué se debe?, me pregunté. Recordé que esa es una práctica que acostumbran las policías, pero siempre al final de cada sexenio, en el llamado Año de Hidalgo (chingue a su madre el que deje algo), cuando asaltan a todo el que pueden con el menor pretexto, roban coches o los desvalijan, les quitan las llantas, los espejos, partes que ellos mismos venden a chatarreros o en el mercado negro, para estar “cargados” por si en el cambio de gobierno los despiden y mientras se vuelven a colocar… para seguir robando. Pero si estos dicen que son diferentes, me dije.
La extorsión, con el pretexto de los alcoholímetros, ya prácticamente se institucionalizó, pero ahora se ha pasado al asalto, incluso aunque la víctima ya esté llegando a su domicilio, enfrente, como le pasó a conocidos míos.
Una noche, cuatro jóvenes (incluidas mujeres), después de haber salido de trabajar fueron a cenar. Cuando ya volvían a sus hogares, los paró la policía. De entrada, le dijeron al que manejaba que iba tomado. El joven lo negó. Ante la insistencia de la acusación pidió que personal de tránsito le hiciera una prueba. Le dijeron que ese no era el “protocolo”.
Entonces le preguntaron de quién era el carro. Les respondió que de su mamá. Le pidieron que mostrara la factura. Les respondió que estaba guardada pero que traía la tarjeta de circulación, y, así, le empezaron a buscar por dónde acusarlo. Al final, como todo estaba bien, le dijeron que le iban a recoger el vehículo porque debía traer una carta poder de su madre para poder usar la unidad y, además, otra vez, que iba tomado.
Se lo llevaron al Cuartel San José donde ya había al menos otros 70 detenidos. Para dejarlo en libertad le cobraron una multa de 300 pesos, pero el coche lo enviaron a un corralón. Cuando llegó la mamá con la factura, le dijeron que la multa por prestarle el vehículo a su hijo era de 10 mil pesos, pero para que vieran que eran “generosos” le preguntaron cuánto traía o cuánto les podía dar para que ahí “muriera” todo. Le sacaron 1,500 pesos más a la mujer, quien reclamó su coche. Entonces le salieron con que tenía que pagar el arrastre de la grúa, que eran otros 10 mil pesos, etcétera. En total le sacaron 5,000 pesos sin darle recibo alguno.
La mecánica del asalto es muy parecida a las de tantos testimonios que me dieron. Me propuse entonces tratar de investigar de quién o de quiénes es el negocio.
Resulta que los operativos están coordinados por el subdirector de Agrupamientos, Andrés Humberto Segura Barradas, quien reporta directamente al secretario de Seguridad Pública, Hugo Gutiérrez Maldonado. Están involucrados los elementos del llamado Cuerpo Especial de Policía Vial (los que andan también en cuatrimotos, armados con metralletas), los agentes de Tránsito del Estado, los integrantes del Grupo Reacción, los del Grupo Recuperación de Vehículos, incluso los policías razos de la delegación administrativa número 20 de Xalapa.
¿Por qué el asalto masivo a los xalapeños apenas a la mitad del sexenio?, pregunté. Váyase para atrás con la respuesta que me dieron: porque adentro se maneja que va a haber pronto cambios en el gobierno y los jefes policíacos quieren cubrir todos los faltantes que tienen y, aparte, irse bien “cargados”. Me aseguraron que el gobernador Cuitláhuac García ignora y es totalmente ajeno al negocio y que sus subordinados abusan de su confianza y de su buena fe.
Con otro dato. La tropa ya entrega una cuota fijada, pero ante la orden que le dieron los elementos se comprometieron a empeñarse y llevarles más, pero pidieron que a cambio les permitieran robar también, y por eso a quienes detienen les quitan todo lo que de valor lleven encima, carteras y celulares por delante. Negocio redondo, pues, para todos. Y no distinguen si el detenido es hombre o mujer, de la edad que sea.
Nunca, nunca antes se había dado esto en Xalapa.
Solo hay un antecedente de tanta hamponería policíaca en Veracruz y en Xalapa. En el gobierno de Agustín Acosta Lagunes llegó a la Secretaría de Seguridad Pública el famosísimo Mario Arturo Acosta Chaparro Escápite, coronel del Ejército entonces, luego general, precedido de fama por haber combatido a Lucio Cabañas y su guerrilla. Se trajo de Guerrero lo peor de lo peor, encabezados por el mayor Gustavo Tarín Chávez, uno de los más temibles delincuentes con uniforme que haya llegado a territorio veracruzano.
Esta pandilla de delincuentes arrojaba muñecos al paso de vehículos, lo mismo en las transitadas carreteras del estado que en pleno corazón de Xalapa, y decían a los conductores que acababan de atropellar y matar a una persona. Los sometían a un verdadero calvario, que remataban cuando les ofrecían no detenerlos a cambio de que los llevaran a sus domicilios, donde vaciaban sus casas totalmente (es lo único que les falta hacer a los elementos de Gutiérrez Maldonado), o en las carreteras pedían a los detenidos que llamaran a sus familiares para que pagaran un rescate a cambio de dejarlos ir. Les daban un número de cuenta bancaria para que depositaran el dinero. Una de las víctimas, que había ido a un congreso de notarios a Catemaco, fue la propia esposa del entonces procurador general de Justicia, Pericles Namorado Urrutia, quien indignado nos los narró enseguida a un grupo de jóvenes reporteros entonces.
Varias de las víctimas de los asaltos ahora, verdaderamente encabronados, me comentaron qué cómo es posible que este gobierno, que pregona honestidad, esté permitiendo todo. “Estamos indefensos. ¿Con quién nos quejamos? ¿Ante quién acudimos?”. Incluso algunos manejaron la idea de convocar a toda la población para, así como se ha hecho en muchas colonias, constituirse en “Vecinos Vigilantes”, con la idea de lanzar gritos de auxilio o activar algún tipo de alarma cuando los detengan y para acudir a rescatar a la víctima o a las víctimas, y los más molestos hasta hablaron de linchar a los policías y quemar sus patrullas.
Comento el caso de Xalapa porque es de donde tengo testimonios directos de lo que está sucediendo, pero no sería nada raro que el mismo fenómeno se esté repitiendo en las ciudades más grandes e importantes y que a todos los jefes policíacos les hayan dado la orden de que incrementen los montos de las cuotas que tienen fijadas, o sea, que también se dediquen a asaltar a todo el ciudadano que puedan.
¿Con qué cara, me pregunto, va a presumir el gobernador en su Tercer Informe que los delitos han disminuido en Veracruz cuando es su propia policía la que los está cometiendo e incrementando a la vista de todos, y cuando la población de la propia capital del estado está siendo víctima directa? ¿Así quieren que le tengan confianza a la Fiscalía General del Estado para que denuncien los asaltos, cuando se hacen de la vista gorda y permiten la impunidad? ¿Cambio, cuál cambio? ¿No que ellos eran diferentes y además honestos?