Hace una semana el mundo se cimbró con la noticia que corrió a la velocidad de un rayo: las tropas norteamericanas emprendieron la retirada de Afganistán y el Talibán entró a Kabul, lo que provocó terror entre la población – sobre todo entre quienes son más vulnerables – porque recuerdan las inhumanas medidas que este grupo impone, para ejercer su control absoluto.
Y a partir de ese momento, las redes, los medios y hasta las discusiones de café se han inundado de una oleada compasiva y solidaria con el pueblo afgano y específicamente con las mujeres, que son las depositarias del más aterrador control por parte de este grupo armado.
Ya en los célebres estudios que ha publicado Rita Segato explica cómo en las situaciones de guerra, el cuerpo de las mujeres se convierte en parte del botín y también en pieza fundamental del territorio sobre el cual se combate. Una prenda más sobre la que demostrar la alta belicosidad de quién tiene el control, que exhibe sus destrozos para evitar la disidencia.
Así ha sido como de nuevo a nuestro lenguaje cotidiano se han reinsertado palabras y nombres que quizá habíamos olvidado y que hoy encabezan los hashtags del twitter y las firmas de Change.org para que los Talibanes no se ensañen con las mujeres, cuyas 29 prohibiciones han indignado a través de las redes, pareciéndonos inhumano algo que sucede desde hace años y que nosotros apenas vamos descubriendo.
Muy pronto se nos olvidó el clamor de quienes en Haití lo han perdido todo porque casi al mismo tiempo que USA emprendía la retirada de esta lejana nación asiática, de nuevo la devastación vulneró a la isla caribeña a grado extremo; y ni qué decir de que también pasamos página de los hechos ocurridos en Cuba, porque en ese caso en particular ha habido a quienes les cuesta más entender lo que realmente pasa, porque ello supone cuestionarse el romanticismo de la ideología revolucionaria con la que han sido justificados excesos cometidos por un régimen que ha explotado un ideal durante mucho más de medio siglo.
La noticia que ha ocupado los titulares en la última semana y que ha removido las conciencias globales omite que la realidad de las mujeres afganas, esas de las que hemos visto imágenes desgarradoras mientras se cuelgan como pueden de los aviones que salen de Kabul porque prefieren huir a vivir de nuevo bajo ese régimen tan opresor, no es reciente. Siglos de ser víctimas de otros que les arrebatan los más elementales derechos humanos, que ni remotamente les permiten mostrar un ápice de su cuerpo en público, ni su cabello o su cara y que les impiden tomar decisiones de ningún tipo, tratándolas como esclavas pues son de su pertenencia, con una religión que se usa como pretexto para controlarlas.
El drama de las mujeres afganas no inicia con la noticia de hace una semana y es algo que debemos colocar en su contexto, si queremos hacer de nuestra solidaridad algo no coyuntural. Porque hay que decir que esa esclavitud que padecen las mujeres en oriente desde hace siglos, ha sido materia de ríos de tinta literaria que ha idealizado su tragedia.
Me gusta mucho que se apele a la compasión en momentos en donde como humanidad hemos perdido tanto. Hay tragedias en cada esquina, en cada calle, en casa y detenernos un momento para desear que para otras en otras latitudes, haya esperanza de una mejor vida, es sin duda un momento de rescate de la parte más noble de nuestros corazones.
Pero la tragedia no debe ser lejana para que nos conmueva. Nos impresiona ver a las mujeres afganas con sus burkas, poro en nuestro contexto también se condena socialmente a las mujeres por su vestimenta. Y es que no hay que ir tan lejos para condolernos por las tragedias a que se enfrentan también muchas mujeres mexicanas. En las regiones serranas de nuestra entidad, hay mujeres que también viven como esclavas de sus maridos y que son controladas por las religiones que profesan, limitadas de toda posibilidad que se aproxime siquiera a considerar que pueden ser sujetas de derechos. Ellas saben que no son personas libres y así las medio maten sus maridos, ese es su penar.
Ahí tenemos a Diana, que ensangrentada aún por el aborto inducido que le provocó la golpiza de su marido, fue encarcelada mientras él – su agresor – sigue libre. Como ella, hay muchas mujeres privadas de su libertad, que están purgando penas que no les corresponden, viviendo en donde la justicia no llega, porque son mujeres y ese es el precio que deben pagar por ello.
Hace muy poco conocí el caso de Monserrat, quién atraviesa un calvario porque al separarse de su pareja que la violentaba, ahora lucha ante las autoridades que solo le dan largas, porque es ella quien debe pagarle pensión a él, que muy convenientemente no trabaja para seguirla agraviando.
Las mujeres no podemos ni debemos seguir siendo parte de las piezas del tablero de ajedrez que otros – los poderosos – juegan a costa de nuestra vida y nuestra integridad. En Afganistán, pese a ser un lejano país asiático en medio del desierto, son muchos los tiradores que apuestan a que el conflicto se siga extendiendo: China, USA, Rusia, Irán y Pakistán se miran como aves carroñeras para el control de un territorio que es estratégico y además – pese a las muchas imágenes de población en pobreza extrema que vemos en las noticias – es rico en cobre.
Y en medio de todo ese conflicto de intereses, estamos las mujeres que no merecemos seguir siendo las víctimas de los conflictos de otros.
@MonicaMendozaM