La protesta es una de las formas de expresión de los grupos sociales que se inconforman de manera pública ante medidas que les son opresivas. Hay múltiples maneras de manifestarse y en cada una, los grupos que las ejecutan han colectivizado sus reclamos y compartido la lucha que les une.
No hay protestas ilegítimas. El propio marco normativo mexicano eleva el derecho a manifestarse y a unirse para la consecución de sus fines. Por lo que a las mujeres respecta, en los 300 años de asumirse como movimiento social y político su acción pública ha estado fundada en la reivindicación de derechos, con el reclamo de obtener el acceso a los ámbitos que le han sido vedados por el condicionamiento patriarcal a ocuparse de las tareas privadas.
Así pues, desde las primeras luchas en donde Olimpia de Gouges exigió tener derechos y ser reconocida como ciudadana –lo que le costó ser guillotinada- a las batallas por acceder al sistema educativo del que también estábamos marginadas, llegamos a la era industrial, en donde las mujeres nos unimos a las luchas obreras y luego reclamamos para mejorar las condiciones de trabajo, pues como Flora Tristán afirmó: “éramos las proletarias del proletariado”.
Es con el sufragismo cuando el nuestro se constituye como un movimiento político y social articulado y comienza una dura batalla en todos los frentes: emitiendo postulados como el “Séneca Falls”, que se convierte en un manifiesto político de las agrupaciones que salen a exigir derechos, irrumpiendo en el espacio público, gritando, reclamando, rompiendo todo. Y gracias a ello logramos votar y ser votadas.
A partir de entonces, muchos de los derechos de los que hoy las mujeres gozamos –feministas y no feministas- han sido producto de batallas libradas así, a fuerza de protestas, con exigencias, con luchas que han costado sangre y muerte. Con dolor y con pasos imposibles de desandar. Los profundos cambios sociales que hemos alcanzado a partir de entonces, son irreversibles.
Llegamos a esta primavera violeta, a esta revolución feminista gracias a una nueva generación de mujeres jóvenes que no tienen miedo, no piden permiso, no tienen nada que perder, porque lo perdieron todo. Si exhiben sus cuerpos las criminalizan. Si deciden abortar se enfrentan a que tiene más derechos un violador que una mujer. No pueden ir a la escuela o a la calle sin que las acosen. No pueden trabajar y ganar lo mismo que los hombres. Y por eso es que ellas no temen nada.
A las mujeres de mi generación nos coaccionan condicionando nuestros empleos, pero a ellas no. Y entonces su fuerza nos inspira y nos contagia y nos libra del yugo que nos institucionaliza.
A partir de ellas hoy ejercemos el legítimo derecho a tener rabia. Y la ira es la resultante de mil batallas perdidas, de que no haya suficientes denuncias interpuestas, ni asesinos condenados, ni acosadores despedidos.
La ira por la incomprensión, el reclamo, el desprecio. Por la falta de confianza, por el llanto contenido, por aguantarse los golpes, por la humillación, por la violencia, por el sexismo, por la discriminación, por las burlas, por la sorna, por la ofensa, por la duda, por la culpa, por la afrenta y por el desprestigio.
Hay un poder revolucionario en la ira que transforma todo. Ninguna revolución pide permiso.
Existe en ello una fuerte connotación política, más efectiva que los tratados y los acuerdos, más poderosa que el cabildeo. Porque ese enojo sí le alcanza a las mujeres de a pie y aun cuando a nadie le devuelve a sus muertas, sí cumple con el ciclo del enojo, porque ya es imposible seguir fingiendo que aquí no pasa nada.
Dice un posteo en redes que “en las marchas no solo destruimos, también sanamos”. Por eso es tan transformador. Dejas de ser una y te conviertes en Todas.
Y claro que nos tienen miedo. Porque somos muchas. Porque estamos enojadas. Porque no nos compran. Porque no nos callan. Así que es más fácil pretender dividir entre “feministas buenas” y “feministas malas”, construyendo una narrativa en la que de nuevo somos nosotras las culpables favoritas, cumpliéndose lo que Rita Segato ha señalado sobre la violencia: “somos botín de guerra”, porque a nosotras nos matan y a nosotras nos culpan.
Las enojadas no son “vándalas”, somos todas. Ese es un poderoso llamado a mantenernos unidas y a entender que hoy ninguna está segura. Ninguna narrativa oficial debe ser más poderosa que la exigencia de vivir seguras.
Las enojadas son jóvenes sí, pero son también madres que han cavado bajo la tierra hasta encontrar los restos de sus desaparecidos, porque nadie sino ellas, quieren que su persona amada pueda al fin descansar en paz.
¿Y si quien faltara fuera tu madre? ¿Y si la del cartel a quien se busca como desaparecida es tu hija? ¿Entonces sí te dolería? ¿Entonces sí lo entenderías?
Si fuera mi caso, rompería cristales y destruiría monumentos. Yo también lo quemaría todo.
@MonicaMendozaM