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Los Servidores Públicos y el Sistema Nacional de Responsabilidades Administrativas (III y último)

Por Rodolfo Chena Rivas

La Constitución Federal establece, en su Título Cuarto, un régimen de responsabilidades, faltas administrativas graves o hechos de corrupción -con la vinculación posible de particulares- así como la responsabilidad patrimonial del Estado; Título que se ha venido construyendo, realmente, desde el año de 1983 y, mediante un gradualismo reformador, ha incorporado y ampliado las hipótesis y consecuencias susceptibles de actualización y valoración, tanto en sede administrativa como judicial; a la par de diferenciar y secuenciar el control interno y el externo e instituir el llamado sistema nacional anticorrupción. Lo antes expresado refiere a consideraciones sobre el statu quo de la realidad de conceptos jurídicos incorporados en nuestras leyes, de desarrollo doctrinal previo u originario, aunque por sí mismo ello no suponga la adopción de un modelo sistémico; y aun reconociendo la instauración sustantiva de un sistema anticorrupción que vincula un complejo de normas, autoridades y órdenes de gobierno, como acción sucedánea y de conjunto, lo cierto es que el uso nominativo de la palabra “sistema” evidencia la necesidad de un carácter programático en la adopción de una acción regulatoria, cualquiera que sea ésta.

Por esta razón, en primer lugar, las dificultades de aplicación de un régimen de responsabilidades ampliado, vinculado disciplinariamente con la institucionalidad de un sistema llamado anticorrupción -que en el fondo no es más que un subsistema disciplinario– tienen que ver con la ausencia de una perspectiva constitucional integral, cuestión por demás señalada por diversos constitucionalistas mexicanos. En segundo lugar, para ejemplificar, debe decirse que la teoría de la división de poderes, así llamada desde Montesquieu, con el reconocido antecedente de Locke, o de pesos y contrapesos (checks and balances) en la teoría americana, que tan bien ha descrito Tena Ramírez, exhibe agotamiento conceptual, porque si las tres funciones estatales desempeñados por órganos ad hoc (que no “poderes”) pertenecen a un ser indivisible (el Estado), habría que pensar, como hace Schmitt, en una distinción de poderes; o como Loewenstein, en una separación de funciones que sustituiría la trilogía Ejecutivo, Legislativo y Judicial, por la de Decisión Política (Legislativa), Ejecutiva Política (Ejecutivo) y de Control Político (Judicial). Para este último autor, el denominado poder judicial es el máximo órgano de control político, es decir, de control del ejercicio del poder, que implica redireccionar un sistema constitucional -o que pretende serlo- en una lógica controlante de base jurisdiccional, que subsuma los conceptos de “servicio público”, “responsabilidad”, “servidor público”, “autoridad” y “corrupción-anticorrupción”, como sistema en que descansa a plenitud la democracia constitucional, porque la instauración disciplinaria de órganos internos o externos de control, sólo tienen sentido en dos vertientes: o como limitante al abuso de poder; o como limitante al incumplimiento de los fines sociales del Estado. Por tanto, la falla de todo sistema de control político constitucional radicaría en que los órganos judiciales son incorporados secundariamente y no como auténticos pivotes rectores del sistema constitucional instaurado. Ahí está el debate; o, como diría alguien muy conocido: “ahí está el detalle”.